El miedo es una de las emociones básicas más poderosas que existen. Nos permite evitar situaciones potencialmente peligrosas activando una respuesta adaptativa. Por lo tanto, es esencial para mantenernos a salvo. El problema comienza cuando el miedo se vuelve omnipresente o se genera por situaciones que realmente no representan un riesgo físico o psicológico. El problema comienza cuando nos asfixian los miedos aprendidos que nos impiden desarrollar nuestro potencial al mantenernos en una zona de confort demasiado estrecha.
Nacemos con la capacidad de sentir miedo, pero adquirimos nuestros miedos
La capacidad de sentir miedo es innata. Es un mecanismo evolutivo que nos ayuda a mantenernos a salvo. Sin embargo, nuestros miedos se aprenden. De hecho, los bebés no muestran miedo hasta alrededor de los 8-12 meses de edad, generalmente en respuesta a personas desconocidas o eventos extraños. Y no todos los niños le temen a los extraños.
Un estudio realizado en Rutgers y la Universidad de Nueva York encontró que es más probable que los niños consideren que un extraño es una amenaza cuando no se encuentran en un lugar seguro. Por el contrario, cuando están en casa o en el regazo de sus madres, es menos probable que reaccionen con miedo cuando se acerque un extraño.
Esto significa que hemos adquirido nuestros miedos en algún momento de la vida. Algunos de estos provienen de nuestra experiencia directa. Por ejemplo, podemos temer a los perros si en algún momento nos ha mordido un perro.
Pero también podemos desarrollar miedos condicionados. Este tipo de miedo se desarrolla cuando observamos una reacción de miedo en los demás. Ni siquiera es necesario ver a un perro morder a alguien, puede ser suficiente que una persona nos cuente una mala experiencia o simplemente nos muestre su miedo a los perros.
Los miedos ajenos, el peso psicológico que no nos corresponde
Los seres queridos, aquellos que son un referente para nosotros, tienen una mayor influencia en la formación de nuestra identidad y, por tanto, les es más fácil contagiarnos con sus miedos. Los comportamientos de las figuras vecinas son fundamentales para transmitir seguridad, bienestar y confianza o, por el contrario, para generar ansiedad y miedo en los niños.
Dado que los niños aún no se han formado una imagen del mundo, utilizan a sus padres como referencias para obtener información y saber cómo deben comportarse en situaciones nuevas. De hecho, los niños son verdaderos expertos en el lenguaje no verbal y perciben fácilmente las reacciones de miedo de sus padres. Si ven que la madre o el padre reaccionan con miedo a los perros, probablemente asuman que son animales peligrosos y deben evitarse.
Al no tener la capacidad de procesar lógicamente los miedos de los padres, los hacen suyos, como revela un estudio realizado en la Universidad de Limburg. Por esta razón, es común que los niños desarrollen los mismos miedos que sus padres, especialmente sus madres.
Esto significa que, aunque somos adultos, es probable que muchos de nuestros miedos aprendidos pertenezcan realmente a nuestros padres o figuras de apego en la infancia. El problema es que muchos de esos miedos aprendidos no se limitan al miedo a las arañas o los perros, sino que son miedos mucho más complejos que nos limitan enormemente.
Pueden “contagiarnos”, por ejemplo, con el miedo al fracaso. O el miedo a salir de la zona de confort porque nuestros padres nos han dado la idea de que el mundo es un lugar hostil y peligroso. En esos casos, dejamos que los miedos de los demás afecten nuestra visión del mundo, nuestras decisiones y nuestras oportunidades.
Si queremos deshacernos de esta "carga psicológica", es conveniente que reflexionemos sobre todos los miedos aprendidos que nos obstaculizan o generan malestar pero que no se basan en nuestras vivencias directas y no tienen ninguna razón de existir.
¿Cómo superar los miedos aprendidos?
El hecho de que los miedos aprendidos no provengan de nuestras experiencias directas no los hace menos atemorizantes porque están grabados en nuestras mentes. Un estudio realizado en la Universidad de Columbia reveló que los miedos aprendidos son parte de nuestra memoria cerebral. Dependen tanto de la actividad de la amígdala como de las regiones implicadas en la cognición social. Y cuando se activan, reaccionamos a ellos de la misma manera que reaccionamos a los miedos que provienen de nuestras experiencias directas. En otras palabras, nuestro cerebro no hace ninguna diferencia entre los miedos aprendidos transmitidos por otros y el nuestro.
El primer paso para deshacerse de estos temores aprendidos es comprender su origen. Cuando detectamos un miedo limitante debemos preguntarnos: ¿de dónde viene? ¿Conocemos a alguien en nuestra vecindad inmediata que comparta este miedo? ¿Hemos tenido alguna experiencia negativa que pueda explicar ese miedo?
Cuando nos damos cuenta de que son miedos aprendidos, somos capaces de asumir una distancia psicológica que nos permite analizarlos desde una perspectiva más desapegada. Esto no significa que desaparecerán mágicamente, pero podemos empezar a cuestionar su validez y darnos cuenta de cómo limitan nuestras vidas. Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿qué evidencia directa respalda este miedo? ¿Hasta qué punto es adaptativo? ¿Cómo limita mi vida? ¿Qué haría si no sintiera ese miedo?