Los monjes tibetanos llevan a cabo un ritual que en Occidente puede parecer absurdo: pasan horas y horas, que se convierten en días e incluso semanas, dobladas sobre una superficie de trabajo sobre la que depositan con extrema paciencia y cuidado pequeños granos de arena de distintos colores. Así forman figuras complejas que dan vida a un hermoso mandala.
Uno de los principales propósitos de dibujar estos intrincados patrones simbólicos es llevar a la comunidad a la meditación y crear conciencia de que hay algo más grande que el pequeño mundo en el que vivimos. Sin embargo, cuando los monjes terminan el mandala, inmediatamente destruyen el precioso trabajo que tomó tanto tiempo. Esparcen los granos de arena en el agua para volver a la tierra, de donde vienen. ¡Y lo celebran! Porque detrás de esa ceremonia hay un mensaje muy poderoso.
¿Por qué tenemos que separarnos?
El mensaje detrás de la ceremonia del mandala es que nada es permanente. Absolutamente nada. Todo fluye. El mandala es una representación del mundo y la naturaleza transitoria de la vida material que recuerda a los monjes que nada es permanente excepto el cambio, como advirtió el filósofo griego Heráclito hace 2.500 años.
“Al final, todo desaparece de la vida. Eso es todo ”, dijo Aditya Ajmera. Debido a la naturaleza efímera de lo que nos rodea, debemos aprender a no aferrarnos a las cosas, ni siquiera a las más bonitas o conmovedoras. De hecho, nuestra tendencia a aferrarnos a bienes y / o personas es una de las principales causas de nuestro sufrimiento y frustración.
Asumir que todo es eterno o inmutable significa que, tarde o temprano, la vida nos mostrará, de la peor manera, que estamos equivocados. Porque en realidad la vida es un flujo continuo marcado por nuevas adquisiciones y pérdidas.
El acto de destruir el mandala no solo anima a los monjes a liberarse del apego a los objetos, sino también, y lo más importante, del apego a sus logros. Cuando estamos demasiado apegados a lo que hemos hecho o logrado, nuestro crecimiento espiritual comienza a atrofiarse a medida que nos identificamos cada vez más con el pasado, con un viejo "yo" que nos impide aprovechar lo que nos depara el futuro.
Si nuestras manos están demasiado ocupadas con el pasado, no podemos abrazar el futuro. Por eso debemos aprender a disfrutar el camino, dejando ir lo que hemos hecho o logrado para abrazar nuevos proyectos que nos permitan seguir aprendiendo y creciendo, para que nuestro "yo" pueda seguir evolucionando.
Necesitamos practicar más la aceptación radical para comprender que todo va y viene en la vida. Lo que parece perfecto hoy puede resultar imperfecto mañana. Y viceversa. No aceptarlo implica estar perpetuamente en guerra con la realidad, como si decidiéramos vivir en un mundo ilusorio que refleja cómo nos gustaría que fueran las cosas, pero no cómo son.
Se trata de no quedarnos estancados en un momento de la vida solo porque pensamos que era perfecto o porque nos sentimos seguros y cómodos. Tenemos que dejar atrás el pasado para volver a disfrutar el viaje. No debemos esperar a la ola perfecta, sino aprender a surfear lo que la vida nos depara.
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