A veces, sin darnos cuenta, acabamos acostumbrándonos a situaciones que nos hacen infelices. Nos adaptamos a la rutina diaria y nos conformamos con relaciones que no nos hacen felices simplemente porque seguimos adelante, impulsados por hábitos que determinan el ritmo de nuestra vida.
En la práctica, es como si la vida girara tan rápido que no tenemos tiempo para detenernos, pensar y darnos cuenta de que no vamos en la dirección correcta, o al menos por un camino que nos permita ser más felices y más satisfechos. Así que seguimos funcionando en piloto automático, olvidándonos de vivir y sobreviviendo lo mejor que podemos.
La búsqueda de la seguridad es un arma de doble filo
Cuando éramos pequeños, nuestros padres nos hacían un doble nudo en los cordones de los zapatos para que no se desatara y nos hiciera caer. Cerraron bien nuestro abrigo para que no nos enfriáramos. Estos tratamientos nos hicieron sentir un poco de presión, pero los aguantamos porque también nos dieron una sensación de seguridad y protección.
Este mecanismo no desaparece a medida que crecemos: soportamos algunas presiones porque nos hacen sentir más seguros. Aunque no siempre somos conscientes de ello, en muchos casos preferimos la seguridad a la felicidad. Es por eso que muchas personas pasan toda su vida soñando con algo pero nunca deciden dar el paso, porque esto significaría renunciar a la seguridad que han ganado.
El problema surge cuando esa seguridad no nos hace más felices, sino que nos transforma en personas amargadas y frustradas, con la mirada siempre dirigida hacia un futuro que no nos atrevemos a convertir en realidad. El problema es que hemos creado vínculos tan estrechos que nos impiden respirar.
La adaptación garantiza la supervivencia, no la felicidad
Nuestra adaptabilidad es enorme, pero el problema es que la adaptación es sinónimo de supervivencia, no de felicidad. Esto significa que podemos adaptarnos a situaciones que no nos hacen felices solo porque prevalece el instinto de supervivencia, que es muy poderoso.
Esta es una de las razones por las que las personas pasan gran parte de su vida haciendo un trabajo que no les gusta, o mantienen relaciones que ya no las satisfacen emocionalmente con personas con las que ya no tienen nada en común más allá de los hábitos que adquirieron. los años.
Nos adaptamos a situaciones que nos hacen infelices porque estas suelen calmarse gradualmente. Sin darnos cuenta, nos sometemos a un mecanismo de desensibilización sistemático. Suele pasar con la violencia: primero llegan las humillaciones verbales, luego el primer golpe y al final la violencia se convierte en el pan de cada día.
Sin embargo, la desensibilización no se limita a la violencia, sino que se extiende a todos los ámbitos de la vida. Y cuando la situación es muy dolorosa o provoca disonancia cognitiva, ponemos en práctica varios mecanismos de defensa que nos protegen. En el desplazamiento, por ejemplo, redireccionamos una emoción o un sentimiento a una persona u objeto que no puede responder, porque de esta forma podemos seguir manteniendo una relación con la persona que realmente generó ese sentimiento. Obviamente vivir así implica condenarse a la infelicidad, es como vivir con los ojos cerrados negándose la posibilidad de tener algo mejor.
Para ser feliz hay que tomar decisiones
Hay un momento de adaptación y un momento de cambio. Hay momentos en los que necesitamos descansar en nuestra zona de confort y otros en los que necesitamos salir de ella. La clave es encontrar el equilibrio y saber cuándo es el momento de cambiar.
La felicidad no viene por sí sola, hay que tomar decisiones. Debes ser consciente de que para seguir adelante tendrás que dejar algo atrás. Si intentas llevar todo contigo, el peso no te permitirá seguir adelante. Llegará un momento en la vida en el que no necesitarás hacer un doble nudo en tus zapatos, pero puedes atreverte a caminar descalzo. Si realmente lo quieres. En ese punto tendrás que preguntarte: ¿a cuánta seguridad estoy dispuesto a renunciar para perseguir mis sueños?
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